Hace seis años trabajaba como periodista en The Economist. Un fatídico día, el redactor jefe me preguntó: «¿Por qué los niños no paran de llegar a casa y decir ‘este y aquel son trans’?». Le contesté que no lo sabía, pero que lo investigaría. Aquella conversación cambió el curso de mi vida.

La primera señal de que este tema no era como los demás fue la forma en que los entrevistados respondían a preguntas directas como si el mero hecho de hacerlas me convirtiera en una intolerante o una fascista. Preguntas como: ¿qué significa «transición»? ¿Se siente mejor la gente después? Y la pregunta del millón: ¿deberían esos sentimientos darles acceso a instalaciones para ese sexo? La segunda señal fue la falta total de investigación académica rigurosa sobre la autoidentificación trans. Cuestionar el mantra central de que «las mujeres trans son mujeres» estaba prohibido.

Empecé a preocuparme seriamente por los graves perjuicios que estaba causando la idea emergente de que, a la hora de clasificar a los seres humanos como hombres o mujeres, lo que importa es cómo se autodescriben las personas, no su biología.

Los hombres que se identificaban como mujeres accedían a espacios y deportes supuestamente reservados a un solo sexo. A las y los niños se les enseñaba que lo que les convertía en niños o niñas no era su cuerpo, sino su adhesión a estereotipos regresivos.

Ya me había planteado escribir un libro sobre lo que estaba descubriendo, pero había dudado por el dolor que me causaría. Mis dudas se desvanecieron. Como periodista se supone que debes correr hacia la historia, no alejarte de ella.

Ese libro salió en julio de 2021, titulado Trans: When Ideology Meets Reality. Tenía la esperanza de que una vez publicado el libro podría pasar a temas menos deprimentes y disparatados, como literalmente cualquier otra cosa. Pero el carro de lo trans no ha dejado de rodar y me ha resultado imposible mirar hacia otro lado. Lejos de la postura liberal y amable que proclaman sus partidarios, es autoritaria, antirracional y profundamente cruel.

Cuando a los hombres que se identifican como mujeres se les concede acceso a espacios y servicios reservados para nosotras, se destruyen los derechos de las mujeres. Somos físicamente más débiles que los hombres, que perpetran casi toda la violencia física y sexual contra nosotras. Por tanto, nuestra capacidad para participar plenamente en la vida pública exige que seamos capaces de excluir a los hombres -a todos los hombres, se identifiquen como se identifiquen- de los lugares donde estamos desnudas o somos vulnerables.

Según la «ideología de la identidad de género«, que es como yo llamo a este novedoso sistema de creencias, lo que convierte a un hombre en mujer es simplemente decir que eso es lo que es. Para que sus palabras surtan efecto en el mundo real, todos los demás deben seguirle la corriente. Y por eso los transactivistas son muy partidarios de la censura. Cualquiera que se niegue a creer que las mujeres pueden convertirse en hombres, y los hombres en mujeres, es calificado de odiador y debe ser silenciado. Es una experiencia muy extraña que te llamen «odiadora» cuando lo único que estás haciendo es intentar proteger los derechos humanos. Sé lo que es el «odio». Hace poco tuve que denunciar una amenaza proferida contra mí por un hombre que se identifica como mujer. Tuiteó diciendo que me rajaría la cara y me arrancaría los ojos.

No digo cosas impopulares por diversión. No fue divertido cuando hablé en el Gonville & Caius College, Cambridge, el año pasado, y estudiantes golpearon ollas y sartenes fuera para silenciarme. Tampoco fue divertido cuando manifestantes transactivistas bloquearon la entrada de un pub al que fui después de hablar en una conferencia en Londres, y tuve que pedir escolta policial para salir.

Protegemos la libertad de expresión no porque sea divertida, sino porque es la única forma que conocemos de investigar bien, de hacer buenas políticas y de impedir que los ideólogos se apoderen de los gobiernos, la educación y la medicina. Cuando no podemos hablar libremente, no podemos sacar a la luz los escándalos. Y ahora mismo se está produciendo uno en las clínicas de género, y se está perpetrando contra menores.

La mayoría de la gente está de acuerdo conmigo en que los sentimientos de identidad de género no deben prevalecer sobre la realidad material del sexo cuando se trata de leyes y políticas públicas. Pero, como sé por mi bandeja de entrada, temen las consecuencias de decirlo: victimización en el trabajo, acoso en las redes sociales, expulsión de grupos online y fuera de internet que se han tragado la ideología de la identidad de género al por mayor.

Hace seis años no habría creído que me pasaría el día repitiendo pacientemente que sólo hay dos sexos. Lo hago porque siento un imperativo moral. Puede que usted no lo sienta. Pero espero que pueda reconocer que mi libertad de expresión es su libertad de expresión. Cuando usted quiera decir algo impopular, yo le defenderé.

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