Esta semana la profesora Kathleen Stock ha sido más grande que las diosas y las Kardashians juntas. El primer ministro británico ha apoyado públicamente a la académica del «ya no me importa una mierda», que ha sido una de las protagonistas del documental Gender Wars de Channel 4 y ha defendido sus puntos de vista en The Moral Maze de BBC Radio 4, al tiempo que la cobertura de su charla en la Oxford Union ha servido para alimentar a una legión de hambrientos hackers.

Me gusta Stock, y sospecho que esta filósofa de modales templados, cuya especialidad académica es la ficción, nunca habría imaginado que se haría famosa por exponer hechos básicos.

Es la primera de estas intervenciones que parece haber incendiado la nación. Gender Wars fue un admirable intento de esbozar los puntos de desacuerdo entre las reivindicaciones de los transactivistas y los derechos de las mujeres vigentes en la actualidad. El documental se centraba en una Stock de aspecto cansado que intentaba explicar por qué decir la verdad a unos mocosos privilegiados la llevó al final de su carrera en la Universidad de Sussex. Como era de esperar, tras la emisión, varios de los colaboradores que argumentaron en contra de Stock publicaron una despechada carta abierta para comunicar a sus «hermanos y hermanas trans y no binarias» que no habrían participado de no haber sido «engañados y mal informados» por el equipo de producción.

Del lado de las críticas con el género, se unieron a Stock la periodista feminista Julie Bindel y la veterana activista Linda Bellos. Ambas insistieron en hacer la observación, antes anodina, de que las mujeres sufrimos el sexismo por razón de nuestro sexo. Del otro lado estaban los transactivistas, entre ellos Stephen Whittle (mujer transidentificada), que fundó Press for Change, y los profesores Finn Mackay (mujer transidentificada) y Gina Gwenffrewi (varón transidentificado). El personaje que provocó la respuesta más sorprendente fue Katy Jon Went, un hombre que se identifica como mujer al tiempo que pide conciliar las posturas.

A Went lo filmaron —¡sorpresa!— charlando cordialmente con su amiga Linda Bellos. Ninguno de los dos entró en combustión. Él mostró con orgullo una pila de libros de autoras críticas con el género que, al parecer, había leído (aunque dada su insistencia en que no es un hombre, es justo suponer que el mensaje le entró por un ojo y le salió por el otro). Este hombre de mediana edad provocó una reacción entusiasta tras la emisión por estar convencido de que «los moderados de ambos bandos son la única esperanza para la coexistencia social».

Las comentaristas feministas, algunas de las cuales respeto mucho, parecían competir para elogiar el enfoque sereno de Went y su sensato reconocimiento de que el debate era «complejo». Lo declararon adalid de la libertad de expresión y lo colmaron de elogios por su disposición a hablar con adversarios ideológicos.

Quizás esté demasiado inmersa en las guerras culturales como para apartarme y ver el cuadro en su conjunto con magnanimidad. Sin embargo, las quejas de Went sobre la «toxicidad» y los lamentos sobre los «extremistas de ambos bandos» no me calaron.

Hay un bando que deja familias destrozadas a su paso, un bando que argumenta que dar fármacos no probados a niños y niñas es progresista, un bando que por norma trata de intimidar a sus oponentes para que guarden silencio.

Yo no fui la única que se mostró escéptica ante la idea de vitorear al «razonable» portavoz trans. Una portavoz del grupo Trans Widows me dijo que se sintió «decepcionada» al ver que Went era alabado por las feministas como defensa contra las acusaciones de transfobia:

Se sabe que a Went lo «sacó del armario» su entonces esposa cuando encontró en el ordenador familiar fotografías suyas travestido. Es una experiencia que comparten muchas «viudas de trans». ¿Cómo se supone que vamos a hacer oír nuestra voz en la lucha contra la ideología generista cuando hombres exactamente como nuestros ex tienen toda la atención de las feministas críticas con el género más conocidas?

Al final, la forma en que una persona desee vestirse y describirse es cosa suya. Sin embargo, no es tarea del Estado ofrecer un respaldo legal a su identidad. También parece justo reconocer que las familias pueden quedar profundamente traumatizadas cuando un ser querido se identifica como trans. Con demasiada frecuencia, las experiencias de hijas e hijos, madres y padres, hermanas y hermanos y parejas se desprecian como daños colaterales incómodos y engorrosos. Como demuestra Gender Wars, el mensaje del «transexual razonable» es más atractivo.

El reconocimiento tanto de la realidad como de la libertad personal debe ser la base desde la que se avance. A los ojos de los autodenominados «moderados», eso me convierte en una de esas espantosas extremistas —que se bañan en las lágrimas de las infancias trans y utilizan los pronombres y los necrónimos como armas en el (inexistente) «genocidio trans»—, solo porque, para mí, no existe un término medio educado entre la realidad objetiva compartida y un delirio subjetivo, por muy articuladamente que se presente el argumento. Es difícil no considerar reveladora la reacción de muchas feministas ante Went: nunca se alabaría a una mujer por alcanzar un listón tan bajo.

Algo tan básico como reconocer el sexo se ha presentado como controvertido, como un complejo tema académico que requiere resmas de desentrañamiento, y eso son puros “testículos de señora”. Vayan a cualquier granja y verán que incluso los animales criados para el consumo humano saben lo que es el sexo biológico. Es de agradecer que por fin haya debate, y Gender Wars ha sido un buen comienzo. Sin embargo, más allá del guion televisivo, la carga de la prueba no debería recaer en las personas «críticas con el género» para que expliquen por qué la realidad es real. La disposición a escuchar de los transactivistas debe considerarse un mínimo. No debemos permitir que las perogrulladas sobre «compromiso» se conviertan en el final del principio: merecemos más.

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