Por Hellen Joyce.

Imagínese que llega a casa y encuentra una tarta sobre la mesa de la cocina, glaseada en rosa y con un trozo cortado para mostrar el bizcocho azul de su interior. Con él hay una carta de su hijo adolescente que dice: «Mamá y papá, sé que pensabais que teníais una hija, pero ahora comprendo que en realidad soy un chico».

La tarta rosa por fuera y azul por dentro es sólo uno de los guiones que se comparten en los foros de Internet sobre cómo revelar a tus padres que eres trans. En ellos se tacha de «transfóbicos» a los padres que no adoptan inmediatamente la nueva identidad del menor. Se aconseja a los y las menores que se quejen a los colegios y a los servicios sociales.

En cualquier otro contexto -una anoréxica amenazando con suicidarse si sus padres se niegan a dejarla morir de hambre, por ejemplo- esto se reconocería como chantaje emocional. Pero la idea de que se puede «nacer en el cuerpo equivocado» -que todo el mundo tiene una «identidad de género» que a veces no coincide con su sexo- se presenta ahora como un hecho. Y organizaciones benéficas LGBT como Stonewall y Mermaids afirman que es probable que los menores identificados como trans intenten suicidarse a menos que se acepten sus reivindicaciones de identidad, utilizando eslóganes como «mejor un hijo vivo que una hija muerta».

Algunos padres se lo han creído y parecen disfrutar del estatus social que les confiere un hijo trans. Pero la mayoría de los padres que «transicionan socialmente» a sus hijos -usando un nuevo nombre y pronombres, y fingiendo que el sexo del niño ha cambiado- lo hacen porque creen la narrativa distorsionada del lobby trans, y están aterrorizados de perder a su hija.

De hecho, los datos del Servicio Nacional de Salud muestran que los jóvenes trans no corren mayor riesgo de suicidio que otros jóvenes remitidos a los servicios de salud mental. Y cada vez hay más pruebas de que la transición social es una idea terrible, porque bloquea lo que de otro modo podría ser una fase pasajera. Refuerza la disociación del menor de su sexo. Y aumenta la probabilidad de progresar hacia intervenciones médicas irreversibles como los bloqueadores de la pubertad, las hormonas de sexo cruzado y la cirugía genital, que causan deterioro cognitivo, fragilidad ósea, disfunción sexual y esterilidad.

Como sugiere la palabra «social», la transición social no es algo que se pueda hacer solo. Cuando los padres siguen la fantasía de un niño de ser del sexo opuesto -o, en el caso de las identidades «no binarias», de no tener sexo-, le están haciendo una promesa implícita de que todos los demás le seguirán el juego.

No todos lo harán. Algunas personas creen, según la Biblia, que Dios creó dos sexos inmutables y piensan que es pecado pretender lo contrario. Otros, como yo, tenemos ideas seculares. A menos que se acepte que las mujeres son hembras, los hombres machos y que nadie puede cambiar de sexo, es imposible garantizar la intimidad, la seguridad y la dignidad de las mujeres en espacios de un solo sexo, o una competición justa en el deporte para las atletas femeninas.

Todo esto es obvio y hasta hace poco no hacía falta decirlo. Pero el auge de la transición infantil hace que cada vez se perciba más como una crítica a las decisiones de algunos padres. Simplemente decir la verdad sobre los dos sexos implica que pueden haber dañado de forma catastrófica e irreversible a sus hijos.

Como eso es demasiado horrible de contemplar, algunos de esos padres responden convirtiéndose en activistas trans radicales. Exigen que la teoría de género se enseñe en las aulas y que se impongan políticas en los lugares de trabajo que permitan a todo el mundo utilizar los aseos que correspondan a su «identidad de género». Y vilipendian a cualquiera que presente los hechos sobre la transición de género en la infancia. Es el caso clásico de disparar al mensajero.

Pero no podemos simplemente rendirnos y desaparecer. No hablamos de estos daños por diversión o por odio. Lo hacemos porque es importante para los derechos de todo el mundo. La mentira de que los hombres pueden ser realmente mujeres, y las mujeres hombres, lleva a que se encarcele a violadores en prisiones de mujeres, a que los atletas masculinos roben premios y victorias que deberían haber sido para las mujeres y, sobre todo, al escándalo médico que se está produciendo en las clínicas de género infantil.

Ha sido muy difícil hacer correr la voz. La BBC, The Guardian y otros medios de izquierdas no cubren esta historia y, cuando lo hacen, nos tachan de intolerantes. Antes de que Elon Musk comprara Twitter, a menudo nos expulsaban por «malgenerizar», es decir, por referirnos con precisión al sexo de las personas trans.

Si no nos hubieran silenciado, me pregunto si tantos padres les habrían dicho a sus hijos que todos los demás pueden ser coaccionados con una pretensión que daña sus derechos y, en última instancia, también daña al menor. La terrible pena para quienes ya han recorrido este camino es que no hay vuelta atrás.

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