Hace unos días, Beatriz Gimeno, feminista de dilatada trayectoria militante e intelectual, publicaba un twitt diciendo que “la teoría queer es Venezuela”. Cabría entender que, para la actual Directora del Instituto de la Mujer, quienes se muestran críticos con dicha teoría son asimilables a las ruidosas bancadas de la derecha y la extrema derecha.
Si la lectura fuera ésa, no resultaría una aseveración demasiado amable para el feminismo radical y buena parte de la izquierda. Pero, por encima de todo, la analogía se antoja desenfocada. La teoría queer se parece más a un virus que se desplaza a sus anchas a través de la capilaridad posmoderna.
Un buen amigo me comenta que esa discusión resulta ininteligible para los cientos de miles de mujeres que han salido de nuevo a la calle este 8 de marzo en pos de una sociedad igualitaria. Es cierto. Y, sin embargo, esa confrontación en las filas de la vanguardia feminista tiene mucho que ver con las vidas y derechos de esas mujeres. Creo no ser el único en haber pensado que la teoría queer no era sino una suerte de divertimento académico, una excentricidad destinada a “épater” auditorios universitarios y vender libros. Craso error. Los textos fundacionales (como “El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad” de Judith Butler) distan mucho de ser obras de vulgarización. Pero, con todo, su lenguaje críptico y farragoso ha desbordado los campus, elaborando un discurso operativo: un discurso útil a determinados intereses en el orden del capitalismo global, que pretenden incidir en las legislaciones y las políticas públicas de los Estados.
Y es que la corriente de pensamiento acuñada por Butler constituye una impugnación en toda regla de los postulados del feminismo histórico. El feminismo considera el género como el conjunto de estereotipos y comportamientos inducidos socialmente para perpetuar el dominio de los hombres sobre las mujeres. Para la teoría queer, por el contrario, el sexo es también un “constructo”; las identidades son múltiples, intercambiables y fluyen sin cesar. Sin embargo, más de la mitad de la humanidad es objeto de violencias o se ve abocada a roles de subordinación y sometimiento en función del sexo biológico con que nace. (Si es que llega a nacer, pues no pocos abortos en el mundo se deciden a partir de la detección del sexo del feto) ¿“Biologicista” el feminismo? Es el patriarcado – no las mujeres conscientes de su opresión – quien asigna a las personas, en función de su sexo, un lugar en la sociedad jerarquizada, quien determina incluso si viven o mueren.
El problema que conlleva semejante galimatías conceptual aparece crudamente cuando se pretende legislar a partir de él.
Estos días hemos podido constatarlo con la polémica generada en torno al anteproyecto de ley sobre libertad sexual. Aunque el texto que finalmente se remita al Congreso quede expurgado de toda una retahíla de nociones carentes de valor jurídico, sigue presentando algunas lagunas muy llamativas. La ley de “sólo el sí es sí” se desentiende de la situación de las mujeres que nunca pueden decir no. La ausencia de cualquier referencia a la prostitución ubica el comercio sexual – un comercio en el que el cuerpo de mujeres y niñas, también de personas transexuales, constituye una mercancía – en el campo de lo socialmente admisible. Puede objetarse que la prostitución no es el objeto de esa ley. Pero, por lo que parece, tampoco lo sería de una futura ley contra la trata. La propia Ministra de Igualdad, Irene Montero, ha dado la clave al decir que, a pesar de sus convicciones abolicionistas, buena parte de su formación política no lo era. Es verdad. El subjetivismo y, en general, las ideas de la posmodernidad han hecho mella en una izquierda alternativa que, a medida que perdía de vista la lucha de clases, se sentía cada vez más fascinada por los lenguajes “disruptivos”. Así, la prostitución no es ya un destino infernal para millones de mujeres pobres, un formidable negocio del capitalismo global y el crimen organizado, sino el ámbito donde se construye una supuesta identidad disidente: “la trabajadora sexual”. El deseo de mantener un imposible consenso al respecto confiere a esos conceptos una facultad de bloqueo. Esas ideas facilitan incluso la irrupción del lobby proxeneta en el ámbito universitario, al que hoy acude para legitimarse, envuelto en el aura del saber.
Pero será sin duda en la discusión de otro proyecto en cartera, la llamada “Ley Trans”, donde se manifestarán con mayor fuerza esas contradicciones. Porque no se trata de proteger los legítimos derechos de un colectivo, sino de introducir nociones que desdibujan la existencia de las mujeres y, por tanto, socavan las leyes penosamente obtenidas para compensar la desigualdad estructural que pervive en nuestra sociedad.
¿Cómo tipificar la violencia machista en un universo de “constructos” intercambiables?
El feminismo nos ha enseñado que aquello que no es nombrado no existe. Avanzamos hacia la paradoja de una época marcada por la irrupción de las mujeres… al tiempo que su naturaleza política es conminada a desvanecerse. No es algo casual. El feminismo ha conquistado espacios y derechos, ha desestabilizado privilegios patriarcales. La inminencia de la revolución también lo es de la contrarrevolución. Hoy asistimos a una vasta contraofensiva. El neoliberalismo brinda al patriarcado las armas necesarias para librar batalla en el plano cultural e ideológico. Y he aquí que surgen discursos inquisidores hacia el feminismo radical en nombre de una visión “poscolonial”. Algo que podría sorprender, pues no había noticia de ninguna aventura colonial emprendida por el feminismo. En realidad, lo que se cuestiona es el carácter universal de su lucha emancipadora. Así pues, denunciando el “eurocentrismo” de las “mujeres blancas, no racializadas”, se acalla muchas veces la voz de quienes critican el marcaje patriarcal que supone el pañuelo sobre la cabeza de mujeres y niñas musulmanas. (Una denuncia solidaria con todas aquellas que en el Magreb, en Irán, en Arabia Saudí o en Afganistán pelean al precio de sus vidas contra tales imposiciones). Con semejante lógica, tampoco habría razón para oponerse a la ablación. ¿Desde qué supuesta superioridad colonial podríamos juzgar esa costumbre ancestral?
Pero las mujeres no son un colectivo discriminado, ni una identidad entre otras. El feminismo no resulta de la agregación de mil diversidades, sino de la identificación, a través de sus distintas manifestaciones, de las raíces de una opresión secular, común a todas las mujeres por el hecho de serlo. Ahí reside el temible potencial unificador y subversivo del feminismo, la fuerza de su “agenda de transformación social” – con la que lo define Amelia Valcárcel. El “zeitgeist” de la posmodernidad se rebela contra la turbadora irrupción del feminismo en la escena de la historia. Por razones que merecerían estudio, en el cambio de siglo, el virus del relativismo ha penetrado en la sangre de la izquierda alternativa. Cabe esperar que acabe venciendo esa intrusión. De momento, nuestro cuadro clínico indica fiebre alta.
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