Las feministas siguen teniendo razón. El sexo es un hecho biológico. El género, una construcción social. Por eso llevan siglos luchando contra los roles impuestos para someter a las mujeres. Y exigiendo que se legisle en base a evidencias, no a creencias o sentimientos.

En el debate que agita al mundo feminista en torno a las leyes “trans”, diríase que los hombres somos los grandes ausentes: aparentemente, se trataría de una controversia entre “transactivistas” y “feministas radicales”, de manera similar a como ocurre con la prostitución – donde se enfrentan partidarias de su reconocimiento como “trabajo sexual” y feministas abolicionistas, bajo la distante mirada de los varones. Diríase que la cosa no va con nosotros. O sólo de modo tangencial. Sin embargo, es todo lo contrario. En uno y otro caso – al igual que en muchas batallas culturales que pueblan nuestro día a día, como las referidas a los “vientres de alquiler” o a la pornografía – está en juego la relación ancestral de dominación de los hombres sobre las mujeres. Una relación que, para perpetuarse, necesita ser redefinida y reafirmada insistentemente frente a los cambios inducidos por el capitalismo global y, sobre todo, frente a la exitosa resistencia feminista al patriarcado. Sus élites están inquietas. A través de diversas violencias materiales y simbólicas, y muy especialmente a través de las industrias del sexo, tratan de establecer un nuevo “cercado”. A lo largo de la historia, mediante la imposición del género y sus roles, el patriarcado ha ido definiendo cómo debían ser las mujeres. Pero, ahora, ya no le basta con delimitar el perímetro de la feminidad, sino que afirma que los hombres también pueden habitarlo. E incluso reinar en su interior.

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