En materia de desarrollo socioeconómico, Argentina cuenta con el 60% de la infancia sumergida en la pobreza, una jubilación mínima equivalente a los 100 euros mensuales, y la tasa de 1 femicidio por día en materia de violencia contra las mujeres. Sin embargo, en materia de indicadores queer, el desarrollo argentino no tiene parangón. La premisa es la siguiente: si no cierran los números, que por lo menos cierre el relato progresista.
La última performance del queerismo argentino, que de un tiempo a esta parte se ha colgado y distorsionado todos los espacios posibles destinados a mujeres y niñas, consiste en la irrupción de «los géneros» como significante omni-inclusivo por completo vacío, capaz de representar cualquier cosa. «Los géneros» constituye el neo-logismo estratégicamente más apto para la triple función de mimetizarse con la perspectiva «de género», eliminar el sexo intrínseco a esta última, y pendular equívocamente del singular al plural según convenga y sin que nadie lo note.
Debido a su potencial omni-inclusivo, los géneros se han convertido en los protagonistas de la política argentina en materia de género, empezando por el Ministerio homónimo, sucedáneo de lo que supo ser el Instituto Nacional de las Mujeres. Los planes, programas y recursos presupuestarios de este Ministerio incluyen a todos los géneros y diversidades sin discriminación, y traspasan además hacia todos los otros ámbitos y sectores de gobierno. Tomemos unos pocos ejemplos recientes. El Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación ha resuelto en junio de este año la creación del “Programa Nacional para la Igualdad de Géneros en Ciencia, Tecnología e Innovación” con el objetivo reducir las brechas entre los géneros (https://www.argentina.gob.ar/sites/default/files/rs-2020-35843690-apn-mct_1.pdf). El Ministerio de Salud, por su parte, resolvió en noviembre la creación de un “Plan Nacional de Políticas de Géneros y Diversidad en Salud Pública” a fin de implementar y concretar “la transversalización de la perspectiva de géneros y diversidad en las políticas de salud pública”. […]
¿Qué son y cuáles son los géneros? Por supuesto, y ex profeso, esa definición y enumeración no se encuentra en ningún documento oficial. Se supone que ellos remiten al concepto de identidad de género determinado por los Principios de Yogyakarta, aunque tampoco estos últimos definen el género.
Donde sí se ha definido el género es en los tratados internacionales sobre los derechos humanos de las mujeres basados en el sexo. Allí se lo entiende como la relación de desigualdad estructural entre varones y mujeres, expresada en roles sociales, comportamientos, atributos, gestos, vestimenta, modos de hablar, etc. discriminatorios y violentos.
¿Qué serían entonces los géneros? Estos mismos roles, gestos, estereotipos sexistas ‒pero sin varones ni mujeres‒, diseminados por el constructivismo postmoderno en micro-significantes y micro-agenciamientos cada vez más fragmentados, y convertidos además en la base de profundas identificaciones femeninas, masculinas, andrógines, doble espíritu, triple cuerpo etc. Dado que los significantes genéricos pueden desagregarse y recombinar libremente, los géneros son infinitos o mejor dicho, transfinitos, toda vez que a cada instante es posible proyectar nuevas identificaciones imaginarias. Por otra parte, dado que ellos se performan siempre en intersección con otras tantas variables culturales también fragmentables y recombinables al infinito, los géneros resultan en rigor indecidibles e indiscernibles, a menos que algún esencialismo social o percepción profunda los fije en representaciones abstractas.
¿Dónde estamos las mujeres en la política de los géneros? Claro está, incluidas en los géneros y las diversidades, y designadas entre ellos a partir de dos constelaciones discursivas: o bien nombradas junto con la retahíla de géneros y diversidades MLGBTI+, o bien directamente sacadas del discurso y sustituidas por el neutro persona.
En el primer caso, las mujeres somos simbólicamente disciplinadas por la disposición MLGBTI+ a efectos de nuestra minorización y discriminación. Así como en su momento fuimos simbólicamente inseparables de los niños a fin de convencernos de nuestra minoría de edad, el nuevo dispositivo lingüístico nos ubica junto con las minorías identitarias, corporales y sexuales por si acaso se nos ocurriera pensar que somos mayoría absoluta y, peor aún, una mayoría poderosa. Al lado de las minorías y diversidades, las mujeres fungimos como la hetero-cis-norma del sistema hegemónico. En tanto que hetero, quedamos definidas por el pene-falo que oficia de objeto de deseo sexual y nos distingue de las lesbianas o bisexuales; en tanto que cis, dependemos del pene-falo-trans que nos determina como auto-percepciones obedientes a las normas sociales, a su vez que éstas trazan desde afuera nuestro destino femenino.
En una palabra, los géneros y las diversidades nos garantizan la alienación social de la cual alguna vez soñamos emanciparnos en tanto y en cuanto que mujeres, simbólica y efectivamente autónomas.
Al disciplinamiento simbólico MLGBTI+ se suma la eliminación directa y sustitución por el neutro “persona” ‒como si existiesen personas sexualmente neutras‒ con el añadido de funciones biológicas ‒como si lo biológico no fuera personal, subjetivo y existencial‒. Nos encontramos así con el sintagma “persona menstruante”, “gestante”, “amamantante”, “vulva portante”, “útero portante”, etc. El goce perverso de semejante vivisección y desafectación psico-somática solo es comparable con el efecto psicotizante que ella implica y produce. El queerismo supone que las mujeres tenemos partes físicas por un lado, capaces de desmembrarse y reemplazarse cual piezas de una máquinas, y mentes flotantes por el otro, capaces de identificarse con cualquier cuerpo y, en consecuencia, de identificar cualquier significante con cualquier cuerpo. Tales supuestos psicotizantes imposibilitan por principio resignificarnos en tanto que mujeres y apropiarnos subjetivamente de nuestras experiencias sexuadas y sexuales. A las mujeres no nos interesa ser andrógines, 3 espíritus, doble cuerpo o cualquier otra especie exótica de la reserva identitaria. Para diversificarnos, transformar y diferir de la norma, nos basta y sobra con ser mujeres. […]
La diversidad meramente formal de los géneros y su neo-lengua de ficciones identitarias constituye la última fase del programa que los Principios de Yogyakarta buscan implementar. Su principal objetivo es la eliminación del sexo registral y su sustitución por sentimientos profundos de estereotipos culturales. Lo que hoy ocurre en Argentina es el anticipo de una escalada global sponsoreada por la big pharma, la high tech, la industria médica y el mercado sexo-productivo.
Compañeras del mundo, el tiempo de coordinar una estrategia legal nacional e internacional ha llegado.
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