La etiqueta que está de moda desde hace unos cuantos años para nombrar a una persona como yo es “mujer trans”. De hecho, hasta hace relativo poco tiempo (unos cuatro, cinco años atrás), yo hubiera usado ese mismo adjetivo para presentarme. Sin embargo, he desarrollado dos principales objeciones al término.

Mi divorcio con ese término y búsqueda de una definición más realista de mi condición como varón, con disforia de género, que se sometió a una transición médica y social inició desde mi desacuerdo con el acuñamiento, de la que hoy es una frase de batalla y dogma indiscutible del transactivismo hegemónico: “Las mujeres trans son mujeres”.

Esta frase tuvo un origen puramente homofóbico en tanto se usaba para limpiar y blanquear la culpa de varones heterosexuales que habían tenido relaciones con una “mujer trans”. Era para explicarles que su heterosexualidad quedaba intacta y que era perfectamente aceptable ver a “mujeres trans” como objeto sexual, lo cual ya es una idea aborrecible para empezar.

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Soy lo que ustedes llamarían “mujer trans”, yo no me nombro así

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