Hace más de veinte años, en una conferencia que pronunció Celia Amorós en 1997, la filósofa anunciaba tiempos de “sobrecarga identitaria”. Lo que se estaba fraguando entonces desde la década anterior, hoy es un eje central del paradigma cultural en que habitamos. También, como es lógico, de la política. Esa sobrecarga ha impregnado la acción de los movimientos sociales de corte posmoderno, hasta el punto de convertir la identidad en un debate cultural, ético, político y jurídico de primer orden. Pero con una trampa.

Hemos pasado de lo personal es político a lo político es personal. Y sobre las consecuencias de esto merece la pena una reflexión que vamos a comenzar fijándonos en algún ejemplo. […]

[…] Independientemente de la opinión de cada quien sobre cada uno de los temas, el objetivo de este artículo es reflexionar sobre si una ficción como la identidad, convertida en categoría política, puede legitimar la censura.

Con carácter previo, podríamos exigir que aquellos que defienden la existencia de la identidad, lo justifiquen. Decir que tenemos una identidad es algo que merece una explicación. ¿Qué es la identidad? Quien afirme su existencia debería delimitar bien el sentido de este concepto para poder debatirlo, porque lo contrario nos lleva a la necesidad de movernos en terrenos cercanos a los de la fe. El debate en estos términos se complica y es fácil caer en sectarismos de distinto tipo. […]

Pero incluso si aceptáramos la ficción constitutiva de la identidad (decir que existe la identidad ya es presuponer mucho), tendríamos que admitir que la reivindicación de su reconocimiento no debería general inmunidades.

Es decir, no es aceptable poder reivindicar cualquier identidad. Al menos no lo es la exigencia de su reconocimiento por parte de los demás. 

Sin embargo, un determinado uso estratégico impone la identidad como un elemento plenamente autolegitimado y autodefinido, al que podemos añadir cualquier idea o preferencia para hacerla intocable. Este dispositivo genera exclusiones, pero sobre todo permite un uso coactivo y limitador de la libertad de expresión. ¿Cómo funciona este dispositivo identitario?`[…]

Hoy declara Lidia Falcón acusada de un delito de odio. Más allá de las posiciones de cada cual sobre el pensamiento de Falcón, en su acusación se da una vuelta de tuerca más al uso ilegítimo de la identidad, y se sientan precedentes peligrosos. Lo digo por el hecho de que la acusación proceda de una institución pública. Si el delito de odio, que debía protegernos a los individuos de la acción de los grupos, pueden utilizarlo los grupos, en este caso el poder político, contra los individuos, entonces ¿qué defensa nos queda a la ciudadanía frente al poder? […]

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