El biólogo Richard Dawkins sostiene que la paranoia de los transactivistas convierte en odio cualquier opinión que no secunde sus caprichos. Rechazando todo debate, recurren a la censura y a los violentos insultos. En las guerras culturales, afirma, la hipersensibilidad y las acusaciones de «odio» corren el riesgo de conducirnos a un futuro orwelliano.
Estaba a punto de empezar a trabajar en este encargo cuando recibí un correo electrónico de Twitter. Habían recibido una queja de que el siguiente tuit violaba sus normas.
«Sexo no es lo mismo que género».
Pero no es tu género lo que te da el físico para elevarte por encima de las mujeres deportistas y batir sus récords de natación. Es tu sexo. No es tu género desnudo el que molesta a las mujeres en los vestuarios. Es tu sexo. No se puede estar en misa y repicando».
Twitter, sensatamente, desestimó la queja y me exoneró de los pecados prohibidos que ellos mismos enumeraron para mí:
Discurso violento, entidades violentas y que incitan al odio, explotación sexual infantil, abuso/acoso, conducta de odio, autoría de ataques violentos, suicidio, publicaciones sensibles, información ilegal y privada, desnudez no consentida, compromiso de cuenta, además de varios tecnicismos legales.
Estoy seguro de que el denunciante era sincero. Y ese es mi punto. Cierto tipo de activista tiene un nivel de hipersensibilidad paranoica que casi literalmente les deforma el oído. Puedes decir: «No estoy de acuerdo contigo por las siguientes razones». Pero lo único que oyen es «¡Odio, odio, odio!». Así que en lugar de presentar un contraargumento (que me interesaría escuchar), recurren a la censura. Con demasiada frecuencia la cosa va más allá, y se desbordan en virulentos insultos: «¡Transfóbico! TERF!»
Al menos el tuit anterior era partidista. Pero la hipersensibilidad es tan extrema que basta una simple invitación a debatir para que se dispare.
«En 2015, Rachel Dolezal, una presidenta blanca de la NAACP, fue vilipendiada por autoidentificarse como negra. Algunos hombres eligen identificarse como mujeres, y algunas mujeres eligen identificarse como hombres. Serás vilipendiado si niegas que literalmente son aquello con lo que se identifican. Discutidlo».
Ese tuit de 2021 hizo que la Asociación Humanista Americana me retirara el título de Humanista del Año 1996. Un golpe retrospectivo de 25 años, que les costó la pérdida de varios donantes importantes. Una vez más, no me cabe duda de que eran sinceros.
El 26 de julio entrevisté a Helen Joyce sobre su libro Trans. La entrevista está teniendo muy buena acogida en YouTube. Como debe ser, ya que Joyce está muy bien informada sobre su tema y habló de forma convincente, sobria y razonable.
Pero uno de los jueces internos de YouTube sólo vió odio. E intentó censurar la entrevista.
Sin llegar a la prohibición total, YouTube dispone de diversos castigos. En este caso recibimos un pequeño tirón de orejas, una restricción de la licencia publicitaria de nuestro vídeo. Pero la verdadera cuestión es, una vez más, la ridícula hipersensibilidad del denunciante. Esos oídos deformados no escucharon argumentos razonables que merecieran una respuesta, sino «contenido de odio y despectivo», y «odio o acoso hacia individuos o grupos».
Obviamente, no puedo desmentirlo aquí. La entrevista tiene más de 10.000 palabras. Pero juzgue usted mismo, todavía está en YouTube. Reto seriamente a los lectores del Evening Standard a que busquen diligentemente cualquier cosa que un hablante razonable de la lengua inglesa pueda calificar de odio. Introdúzcalo, con la etiqueta «Desafío», en la sección de comentarios bajo el vídeo, y prometo responder.
Acabo de decir «un hablante razonable de la lengua inglesa», y quizá aquí esté la clave: el lenguaje. Si queremos una discusión fructífera, será mejor que hablemos el mismo idioma. En el acalorado debate actual sobre sexo y género, ambas partes parecen hablar inglés, pero ¿es el mismo inglés? ¿Significa «odio» para ti lo mismo que para los demás?
O «violencia». El Diccionario Oxford la define como «el ejercicio deliberado de la fuerza física contra una persona, propiedad, etc.», y ése es sin duda el significado que yo entiendo. Los defensores de la libertad de expresión suelen invocar, como excepción sensata, la «incitación a la violencia», en la que normalmente está implícita la fuerza física. Pero esa excepción sensata significaría algo muy diferente si se redefine «violencia» para incluir lo no físico.
Si alguien te llama «ella» cuando tú prefieres «elle», yo podría verlo como una descortesía leve. Pero si tú lo ves como una amenaza «violenta» a tu propia existencia, entonces nuestras interpretaciones de la «incitación a la violencia» -y por tanto de la libertad de expresión- van a divergir mucho.
Como ejemplo de libro de manual de incitación a la violencia real, difícilmente se podría hacer mejor que el discurso de «Sarah Jane» Baker en el Orgullo de Londres de este año, donde dijo a la multitud que la aclamaba: «Si veis a un TERF, dadle un puñetazo en la puta cara». O Sky News (23 de enero) tiene una foto de dos políticos del SNP sonriendo delante de un gran cartel de colores que representa una guillotina y el lema «DECAPITAR TERFS». Afirmaron que no sabían que el cartel estaba allí, y lo comprendo. Uno no debe ser culpado por la compañía que tiene. Sin duda me tacharán de «derechista» por escribir este artículo, y ese es el calificativo menos amable de todos.
The Guardian (14 de febrero de 2020) informó de que agentes de policía se presentaron en el lugar de trabajo de Harry Miller para advertirle sobre sus tuits supuestamente «transfóbicos», como el obviamente satírico «Me asignaron Mamífero al nacer, pero mi orientación es Pez. No me asignes mal». Uno de ellos le dijo a Miller que no había cometido ningún delito, pero que sus tuits «se estaban registrando como un incidente de odio».
Bueno, si la sátira desenfadada de Miller es un incidente de odio, ¿por qué no ir a por Monty Python, Peter Cook y Dudley Moore, Rowan Atkinson, los romances reales de Private Eye de Sylvie Krin, las primeras novelas de Evelyn Waugh, Lady Addle Remembers, Tom Lehrer, incluso el benigno PG Wodehouse? La sátira es la sátira. Eso es lo que hacen quienes practican la sátira, conseguir risas de buen humor y prestar un valioso servicio a la sociedad.
«Mamífero asignado al nacer» satiriza la evasión translingüística del hecho biológico de que nuestro sexo viene determinado en el momento de la concepción por un espermatozoide X o Y. Lo que yo no sabía, y aprendí de Joyce en nuestra entrevista, es que a los niños pequeños se les enseña, mediante una serie de coloridos libritos y vídeos, que su sexo «asignado» no es más que la mejor conjetura de un médico, al verles cuando nacieron.
Una suposición provisional, a la espera de la decisión del propio niño (que es lo que realmente cuenta).
El comentario de Joyce es: «¿Y qué debes entender de esto si tienes ocho años? En primer lugar, que eres muy aburrido si te limitas a seguir lo que te asignaron al nacer». Su libro cita el alarde de una madre de ocho hijos, «¡sin un solo hijo cis aburrido en todo el grupo!». Hace poco recibí una conmovedora carta de una niña estadounidense muy inteligente de 12 años, preocupada porque en su colegio no estaba bien visto mantener el género asignado. Ayer conocí por casualidad a una profesora estadounidense cuyas normas escolares la obligan a aceptar el sexo declarado de un menor y no decírselo a sus padres.
El caso de Miller se presentó ante el juez Knowles, que afortunadamente no se anduvo con rodeos cuando se trató de la libertad de expresión: «En este país nunca hemos tenido una Cheka, una Gestapo o una Stasi. Nunca hemos vivido en una sociedad orwelliana».
El apéndice de 1984 expone los principios de la neolengua, el lenguaje naciente de la oscura distopía de Orwell. La Neolengua estaba diseñada para hacer imposibles los pensamientos poco ortodoxos. No habría palabras para expresarlos.
O’Brien, el ejecutor del Gran Hermano, [en 1984] levanta cuatro dedos y tortura a Winston Smith hasta que realmente cree que 2+2= 5 si el Partido lo quiere. ¿Es eso realista? ¿Podría el poder político hacerle creer realmente una contradicción lógica? The Times (18 de enero) informó de que «una mujer trans ha negado haber violado a dos mujeres con su pene». Si «con su [con pronombre femenino en inglés] pene» no es exactamente 2+2= 5, se acerca. 2+2= 4.5? El libro de Joyce cita a Orwell en un epígrafe: «La libertad es la libertad de decir que dos más dos son cuatro. Si eso se concede, todo lo demás llega por añadidura». ¿Nos estamos acercando a ese punto?
Pero, ¿no deberíamos simplemente complacer los caprichos inofensivos de una minoría oprimida? Tal vez, si no fuera por la agresiva actitud autoritaria que insiste, de forma no muy inofensiva y sin sonar muy oprimida, en que el resto de nosotros debemos complacer esos caprichos y unirnos a ellos. Esta compulsión tiene incluso fuerza de ley en algunos Estados. Y, por desgracia, a menudo cerramos los labios en una abyecta autocensura porque no somos tan valientes como JK Rowling y no nos apetece convertirnos en el blanco del vitriolo de Twitter. No, no tememos al Gran Hermano ni a la Stasi. Nos tememos entre nosotros mismos.
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